martes, 23 de noviembre de 2010

El amor a la literatura

   Entré al aula y me senté en las bancas de en medio. Acostumbraba hacer eso, era como darle el beneficio de la duda a la cátedra; ya después decidía si era de esas clases en la que podía hacer otras cosas a la vez, entonces iba alejándome hasta quedar atrás.

Esa clase fue diferente, esa me llevó hasta adelante. Fue casi tan encantador como cuando aprendí a leer; y digo “casi” porque aprender a leer ha sido de las mejores cosas que me han sucedido en la vida; recuerdo perfectamente que ya me sentía comunicada con el mundo, nadie me lo contaba, entendía por mí misma lo que decían  los espectaculares y letreros de la calle.

Justo cuando analizaba si mi carrera había sido un error o no, estaba ahí;  entre las lecturas de Carlos Fuentes, Nellie Campobello, los cuentos cortos y el teatro del absurdo, yo me sentía completamente enamorada de mi maestro de literatura. Cuando oía esas historias de alumnas que se enamoraban de sus maestros me parecían imposibles y hasta horribles, hasta que me sucedió a mí. Era joven y flaco, daba la apariencia de un director de orquesta cuando apasionadamente hablaba de este y aquel escritor y de este o aquel libro. Los leí todos. Las tareas eran la oportunidad para dar lo mejor de mí, lo hago siempre que me enamoro. Esperaba la retroalimentación y los comentarios sobre mis ensayos tan ansiosamente como el niño espera su helado mientras rellenan el cono. No importaba lo temprano que era la clase, yo siempre estaba ahí a tiempo y dispuesta.

Sentía que quizá a mis compañeras también les parecía interesante y hasta atractivo, pero podía jurar que a nadie le gustaba más que a mí. Y no me equivocaba. Fue cuando un día, platicando con un amigo, me comentó: “conozco a tu maestro de literatura, es amigo mío”. Sobra decir que mi corazón revoloteaba con el tema. “¿En serio?” le pregunté. “Sí”, me contestó, “no sabía que estaba dando clases aquí, dice que siente que le va muy bien, cree que su clase es interesante, que hay una alumna que siempre se sienta hasta adelante y le pone muchísima atención. ¿Quién será?”. ¡Era yo!. Vi perfectamente la imagen de mi misma admirándolo, con los codos apoyados en la banca y la barbilla detenida con mis manos para no cansarme. “Se refiere a mi, estoy locamente enamorada de él, bueno, no loca porque no pienso hacer nada al respecto, pero sí” confesé. Mi amigo y yo reímos tanto que mi corazón aterrizó. El maestro quizá ni siquiera sabía bien mi nombre, pero yo, me enamoré, me divertí y concluí que mi carrera no estaba del todo mal, me gustaba; y la literatura, mucho más que cualquier hombre.

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